La cultura cívica la comprendemos, en la tradición impulsada por Almond y Verba (1963), como el modo en el que, desde un punto de vista normativo, deberían actuar las y los ciudadanos en una democracia y en un régimen político dados, esperando que el ciudadano democrático sea parte activa de la política y se sienta implicado en ella. Este concepto supone la actuación racional del ciudadano, que guía su conducta a partir de estar informado y tomar decisiones en función de un cuidadoso cálculo de los intereses y principios que desea ver favorecidos. Así, se puede comprender como una cultura política de participación, en la que la cultura y las estructuras políticas son congruentes y se imbrican de manera persistente y permanente.

En este sentido, la cultura cívica tiene dos grandes componentes: el primero se refiere a la participación activa en política, que en general asociamos con la idea de una cultura política democrática, y el segundo está relacionado con su actuación en el marco del respeto a la ley, lo que normalmente se entiende contenido en el concepto de cultura de la legalidad.